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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 40 — La última noche

La última noche no fue una noche de sirenas.

Fue una noche de papeles.

Los papeles estaban sobre la mesa como si fueran restos: embargo, inventario, citaciones, sellos. Cada hoja tenía el mismo tono: impersonal. Como si la tragedia fuera una tarea administrativa.

Amparo ya no tenía la casa vacía.

Tenía un departamento que ya no sentía suyo.

El aire ahí adentro era distinto: no era silencio de hogar, era silencio de espera. Silencio de sala de guardia.

Se sentó frente a la ventana con las luces apagadas. No para esconderse. Para no mirarse reflejada.

Afuera, la ciudad seguía.

Eso era lo más cruel: que el mundo no hace pausa por tu caída.

El celular vibró una vez más. Un mensaje del padre.

“Mañana 9:00. Paso a buscarte. No hables sin mí.”

Amparo leyó y dejó el teléfono boca abajo.

No respondió.

No porque estuviera enojada.

Porque ya no tenía energía para que la obediencia pareciera participación.

Se levantó, caminó al baño, se miró al espejo. El rostro estaba igual y sin embargo era otro. Ojos más secos. Boca más rígida. La cara de alguien que aprendió tarde que el control no es poder, es permiso.

Volvió a la ventana.

En el cielo, una línea de luz se movía lento.

Un avión.

Amparo lo siguió con la mirada como lo había hecho tantas noches, cuando ese avión era promesa. Cuando ella imaginaba destinos como una forma de futuro.

Ahora, ese avión era otra cosa: una demostración de que había mundos donde ella no iba a estar.

La puerta del departamento crujió con un golpe suave de aire. Amparo se quedó quieta.

Tres segundos después, sonó el timbre.

Un timbre corto.

Exacto.

Amparo no se levantó.

El timbre sonó otra vez.

Y una voz, del otro lado, dijo:

—Señora Vidal.

No era un grito. No era amenaza. Era procedimiento.

Amparo respiró.

Se puso de pie y caminó hacia la puerta sin apuro, como quien ya aceptó que correr no cambia nada.

Abrió.

Había dos personas con credenciales y un folder.

Detrás, un tercero con uniforme.

La mujer que la había interrogado estaba ahí. El mismo tapado oscuro, la misma mirada fría.

—Buenas noches —dijo—. No se asuste. Es una notificación complementaria.

Amparo tragó saliva.

—¿Complementaria a qué?

La mujer miró el papel como si la pregunta fuera irrelevante.

—Restricción adicional y citación formal para mañana. —Pausa—. Y preservación de domicilio.

Amparo asintió, mecánica.

Firmó.

La mujer la miró un segundo más de lo necesario y dijo algo que no estaba en los papeles:

—Duerma, si puede.

Y ahí, en esa frase mínima, Amparo sintió la humillación final: incluso su descanso era un “si puede”, un permiso del sistema.

Cerró la puerta.

Apoyó la espalda contra ella.

Respiró.

Volvió al living.

Se sentó otra vez frente a la ventana.

El avión ya era un punto lejano, a punto de desaparecer.

Amparo sostuvo la mirada hasta que el punto se apagó.

Y cuando se apagó, entendió el símbolo completo:

Erik la había dejado volar cuando estaba con él.

No porque fuera generoso, no por culpa.

Porque él controlaba el mapa.

Ella confundió ese vuelo con libertad propia.

Y construyó su plan sobre esa confusión.

Ahora, la libertad era un concepto ajeno. Un avión que despega sin vos.

En la mesa, el mail impreso “Confío en vos” estaba doblado.

Amparo lo tomó con dos dedos, como si fuera algo sucio.

Lo miró.

Y por primera vez en meses, sintió ganas de llorar de verdad.

No por Erik.

Por ella.

Por la versión de sí misma que creyó que el resentimiento era justicia y que la ambición era inteligencia.

La noche se volvió más quieta.

El reloj marcó la 01:03.

Amparo se levantó, caminó al dormitorio y se acostó vestida.

Dejó la luz apagada.

No porque quisiera dormir.

Porque ya no quería ver nada.

En su cabeza, como un eco, volvió la voz de Erik:

“Todo está registrado.”

Y otra frase, más vieja, más íntima, que ahora sonaba como burla:

“Confío en vos.”

Amparo cerró los ojos.

Afuera, en algún lugar, otro avión despegó.

Y el sonido lejano, casi imperceptible, se pareció a esto:

una puerta cerrándose.

No con violencia.

Con método.

Fin.

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