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La Tesorera Sombra

Thriller de una mujer sombra apodada La Negra Amparo

Autor: Juan Manuel De Castro (El Vikingo)


Capítulo 9 — Apellidos con toga

La casa de su padre olía a madera lustrada y a reglas viejas.

Amparo llegó a las 21:10 con una botella de vino que no pensaba tomar. Era un gesto. En esa familia, los gestos valían más que las palabras, porque las palabras podían usarse después.

Su papá abrió la puerta con camisa celeste y el mismo gesto de siempre: una sonrisa medida, abogado hasta en la bienvenida.

—Hija —dijo, y la besó en la frente como si todavía tuviera doce.

—Hola, pa.

Adentro, la mesa estaba puesta como para una foto. Platos blancos, cubiertos brillando, servilletas dobladas. La casa era un tribunal: todo ordenado para que no hubiera sorpresas.

En el comedor estaba su tía Clara, la jueza, con un blazer oscuro aunque fuera de noche. Tomaba agua mineral como si fuera una declaración.

—Amparo —dijo la tía, con esa voz que usaba para hablar sin revelar nada—. Qué linda estás.

Amparo sonrió.

—Hola, tía.

Se saludaron con un beso rápido, correcto. En esa familia los besos eran sellos, no afecto.

Su padre caminó hacia la cocina.

—¿Comemos? —dijo—. Hice lomo. Como te gusta.

Amparo se sentó. Apoyó el bolso a su lado. No lo soltó del todo, como si fuera una parte de su cuerpo.

Clara se acomodó los aros.

—Me enteré lo de Erik —dijo sin preámbulo.

Amparo levantó la vista.

—¿Quién te contó?

Clara sonrió mínimamente.

—No importa quién. Importa que estás bien.

Amparo sostuvo la sonrisa.

—Estoy bien.

Su padre volvió con una fuente y empezó a servir como si eso fuera lo importante.

—Erik siempre me pareció un hombre… intenso —dijo el padre, eligiendo una palabra que no comprometía nada.

—Erik es Erik —respondió Amparo.

Clara la miró con atención, como si midiera el tono.

—¿Y cómo quedó todo? —preguntó.

Amparo cortó un pedazo de carne con calma. Una calma practicada.

—Quedé en mi puesto —dijo—. En Tesorería.

Clara levantó una ceja.

—¿Seguís en Tesorería?

—Sí.

Su padre abrió la boca, sorprendido.

—¿Y él aceptó eso?

Amparo levantó los hombros.

—Fue idea de él. Para que no haya problemas.

Clara tomó un sorbo de agua.

—Interesante.

La palabra “interesante” en boca de jueza significaba: peligro.

Amparo dejó el tenedor un segundo.

—No es peligroso —dijo.

Su padre comió, masticó, pensó.

—Depende —dijo al final—. Depende de cómo lo manejes.

Amparo asintió.

—Yo lo manejo.

Clara apoyó el vaso.

—¿Qué dicen en la empresa? —preguntó.

—Nada —dijo Amparo—. Algunos rumores. Nada formal. Él mandó un mail para que no haya “confusión operativa”.

El padre soltó una risa breve.

—Qué elegante para decir “me separé”.

Amparo sonrió con la boca, no con los ojos.

—Sí.

Clara inclinó la cabeza, estudiándola.

—¿Y vos? —preguntó—. ¿Cómo lo llevás?

Amparo sostuvo la mirada.

—Bien.

Clara no se conformó.

—Amparo… —dijo, y la voz se volvió apenas más suave—. No te guardes cosas.

Amparo sintió una puntada rápida. No porque la tía la “entendiera”. Porque era un intento de control disfrazado de cariño.

—No me guardo nada —dijo.

Su padre intervino, conciliador.

—Lo importante es que te cuidés —dijo—. Y que no hagas tonterías por despecho. Vos sos inteligente.

Amparo cortó otro pedazo de carne.

—No soy despechada —dijo.

Clara sonrió levemente.

—No. Sos constante.

La palabra le quedó flotando. Constante. Como si fuera un elogio. Como si fuera una advertencia.

Amparo tomó un sorbo de vino. Solo uno. Para tener algo caliente en la garganta.

—Estoy viendo cosas raras en la empresa —dijo de pronto.

Su padre la miró.

—¿Raras cómo?

Amparo se encogió de hombros, cuidando el tono.

—Proveedores urgentes, pagos apurados… esas cosas.

Clara apoyó el tenedor.

—¿Y eso tiene que ver con vos?

La pregunta era una trampa. Si Amparo decía “sí”, Clara preguntaría “por qué”. Si decía “no”, Clara descartaría.

Amparo eligió un punto medio.

—Tiene que ver con mi puesto —dijo—. Con el control del dinero.

Su padre asintió, interesado.

—Eso siempre trae problemas.

—No dije problemas —corrigió Amparo—. Dije raro.

Clara se recostó en la silla.

—Lo raro, Amparo, a veces es delito —dijo, y su tono no era amenaza. Era información.

Amparo sostuvo la mirada.

—¿Y a veces no? —preguntó.

Clara sonrió apenas.

—A veces es solo… costumbre —dijo—. La gente hace cosas “como siempre” hasta que alguien pregunta.

Su padre dejó los cubiertos.

—¿Vos preguntaste? —preguntó.

Amparo respondió rápido:

—Estoy atenta.

Clara la observó.

—Atenta está bien —dijo—. Pero recordá algo: si vos firmás, respondes. Si vos autorizás, quedás pegada.

Amparo tragó.

—Yo no firmo nada raro.

Clara ladeó la cabeza.

—¿Segura?

La palabra cayó como una piedra.

—Sí —dijo Amparo, y la voz le salió más firme de lo que pretendía.

Su padre intentó suavizar.

—Clara, no la asustes. Está sensible.

Clara lo miró como si fuera un niño.

—No la asusto. La preparo.

Amparo respiró hondo.

—Tía, ¿qué querés decir?

Clara se quedó un segundo en silencio. Luego dijo algo que sonó a conversación casual y era otra cosa:

—Que si algún día necesitás… asesoramiento, lo pidas antes de hacer un movimiento. No después.

Su padre asintió inmediatamente.

—Eso. Exacto. Si tenés dudas, me llamás. Para eso estoy.

Amparo los miró a los dos.

Ahí estaba.

No era “te cubrimos”.

No era “hacé lo que quieras”.

Era una frase ambigua, perfecta, que podía leerse de dos formas:

  1. Cuidate porque el sistema te puede tragar.

  2. Cuidate para poder hacer cosas sin que te atrapen.

Y lo más peligroso era que Amparo podía elegir cuál de las dos escuchar.

Amparo bajó la mirada al plato y siguió comiendo. Hizo tiempo. Dejó que el tema respirara.

Después levantó la vista.

—A veces pienso que Erik me dejó en Tesorería porque cree que soy incapaz de hacerle daño —dijo.

Su padre rió, casi con orgullo.

—Él te subestima.

Clara no rió. Solo miró.

—Él confía —dijo Clara.

Amparo se quedó quieta.

—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó.

Clara sonrió, mínimo, como quien aprecia una buena pregunta.

—Que la confianza es un regalo —dijo—. La subestimación, una torpeza.

El padre se sirvió más vino.

—Mirá, Amparo —dijo—. Vos tenés que pensar en vos. En tu futuro. Si él se fue, él se fue. Vos no podés quedarte mirando cómo él crece y vos te achicás.

Amparo sintió el golpe. Su padre no lo decía con maldad. Lo decía como consejo.

Pero también era combustible.

—Yo no me achico —dijo.

Clara apoyó el vaso.

—Bien —dijo—. No te achiques.

Esa frase, tan simple, le sonó a permiso.

No era permiso legal.

Era permiso emocional.

Amparo sonrió con calma.

—Ok.

El resto de la cena transcurrió con temas neutros: un caso que Clara no podía contar, un cliente que su padre odiaba, una vecina que se divorciaba.

Pero Amparo escuchaba la música detrás de las palabras:

Reputación. Sistema. Firmas. Antes, no después. No te achiques.

Cuando se levantó para irse, su padre la acompañó hasta la puerta.

—Amparo —dijo, y se puso serio—. Prometeme que no vas a hacer locuras.

Amparo lo miró a los ojos.

—No hago locuras —dijo.

Y era verdad. Lo suyo no sería una locura.

Sería un plan.

Su padre le acomodó el abrigo.

—Cualquier cosa me llamás —repitió.

Amparo besó su mejilla.

—Sí, pa.

En el auto, antes de arrancar, Amparo miró el bolso en el asiento del acompañante.

Adentro estaba el token físico que Nicolás le había prestado.

Quedátelo hoy. Después vemos.

Mariela contando billetes con iniciales en un cuaderno.

Ledesma apurando pagos con urgencias inventadas.

Erik mandando intermediarios para no hablarle directo.

Y su tía diciendo: pedí asesoramiento antes de hacer un movimiento.

Amparo encendió el motor.

Mientras manejaba, no pensó en venganza con sangre ni en escenas. Pensó en otra cosa: en cómo se construye la impunidad.

No como un delito.

Como una costumbre.

Y entendió que su familia no era un escudo.

Era un termómetro.

Uno que acababa de decirle, sin decirlo:

Hasta acá. Y de acá, con cuidado.

Amparo estacionó frente a su casa.

Miró la ventana del estudio, ese cuarto que ahora tenía su propia llave.

Metió la mano en el bolsillo.

Tocó el metal.

Y se sonrió a sí misma, por primera vez en días, con una sonrisa completa.

No de felicidad.

De decisión.

(Fin del Capítulo 9)

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